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19 - Autores Latinos


Un hombre en su lecho de muerte tendrá una experiencia extracorporal, que lo llevará a conocer el verdadero reflejo de su alma y a escuchar lo que sus más allegados piensan de él. Luego hablamos de la turbulencia política dominicana en los tiempos de Juan Bosch.

Fuentes:

1. Literatura Hispanoamericana. Antología e Introducción histórica. Por Enrique Anderson Imbert y Eugenio Florit. Publicado por Holt, Rinehart and Winston Inc. New York.

2. Más Cuentos Escritos en el Exilio. Juan Bosch. Santo Domingo 1979. Alfa y Omega.

3. Dominican Republic Country Studies. Federal Research Division. Library of Congress. Editado por Helen Chapin Metz. Completado en 1999.





La Bella Alma de Don Damián

Por Juan Bosch

Adaptado por Carolina Quiroga


Don Damián entró en la inconsciencia rápidamente, a compás con la fiebre que iba subiendo por encima de treinta y nueve grados. Su alma se sentía muy incómoda, casi a punto de calcinarse, razón por la cual comenzó a irse recogiendo en el corazón.


El alma tenía infinita cantidad de tentáculos, como un pulpo de innúmeros pies, cada uno metido en una vena y algunos sumamente delgados metidos en vasos. Poco a poco fue retirando esos pies, y a medida que iba haciéndolo don Damián perdía calor y empalidecía.


Se le enfriaron primero las manos, luego las piernas y los brazos; la cara comenzó a ponerse atrozmente pálida, cosa que observaron las personas que rodeaban el lujoso lecho. La propia enfermera se asustó y dijo que era tiempo de llamar al médico. El alma oyó esas palabras y pensó: “Hay que apresurarse, o viene ese señor y me obliga a quedarme aquí hasta que me queme la fiebre”.


Empezaba a clarear. Por los cristales de las ventanas entraba una luz lívida, que anunciaba el próximo nacimiento del día. Asomándose a la boca de don Damián -que se conservaba semiabierta para dar paso a un poco de aire- el alma notó la claridad y se dijo que si no actuaba pronto no podría hacerlo más tarde debido a que la gente la vería salir y le impediría abandonar el cuerpo de su dueño. El alma de don Damián era ignorante en ciertas cosas; por ejemplo, no sabía que una vez libre resultaba totalmente invisible.


Hubo un prolongado revuelo de faldas alrededor de la soberbia cama donde yacía el enfermo, y se dijeron frases atropelladas que el alma no atinó a oír, ocupada como estaba en escapar de su prisión. La enfermera entró con una jeringa hipodérmica en la mano.


-¡Ay, Dios mío, Dios mío, que no sea tarde! -clamó la voz de la vieja criada.


Pero era tarde. A un mismo tiempo la aguja penetraba en un antebrazo de don Damián y el alma sacaba de la boca del moribundo sus últimos tentáculos. El alma pensó que la inyección había sido un gasto inútil.


En un instante se oyeron gritos diversos y pasos apresurados, y mientras alguien -de seguro la criada, porque era imposible que se tratara de la suegra o de la mujer de don Damián- se tiraba aullando sobre el lecho, el alma se lanzaba al espacio, directamente hacia la lujosa lámpara de cristal de Bohemia que pendía del centro del techo.


Allí se agarró con suprema fuerza y miró hacia abajo; don Damián era ya un despojo amarillo, de facciones casi transparentes y duras como el cristal; los huesos del rostro parecían haberle crecido y la piel tenía un brillo repelente. Junto a él se movían la suegra, la señora y la enfermera; con la cabeza hundida en el lecho sollozaba la anciana criada.


El alma sabía a ciencia cierta lo que estaba sintiendo y pensando cada una, pero no quiso perder tiempo en observarlas. La luz crecía muy de prisa y ella temía ser vista allí donde se hallaba, trepada en la lámpara, agarrándose con indescriptible miedo. De pronto vio a la suegra de don Damián tomar a su hija de un brazo y llevarla al pasillo; allí le habló, con acento muy bajo. Y he aquí las palabras que oyó el alma: No vayas a comportarte ahora como una desvergonzada. Tienes que demostrar dolor.


-Cuando llegue gente, mamá -susurró la hija.


-No, desde ahora. Acuérdate que la enfermera puede contar luego…


En el acto la flamante viuda corrió hacia la cama como una loca diciendo: ¡Damián, Damián mío; ay, mi Damián! ¿Cómo podré yo vivir sin ti, Damián de mi vida?


Otra alma con menos mundo se hubiera asombrado, pero la de don Damián, trepada en su lámpara, admiró la buena ejecución del papel. El propio don Damián procedía así en ciertas ocasiones, sobre todo cuando le tocaba actuar en lo que él llamaba “la defensa de mis intereses”.


La viuda lloraba ahora “defendiendo sus intereses”. Era bastante joven y agraciada, en cambio don Damián pasaba de los sesenta. Ella tenía novio cuando él la conoció, y el alma había sufrido ratos muy desagradables a causa de los celos de su exdueño. El alma recordaba cierta escena, hacía por cierto pocos meses, en la que la mujer dijo: ¡No puedes prohibirme que le hable! ¡Tú sabes que me casé contigo por tu dinero!


A lo que don Damián había contestado que con ese dinero él había comprado el derecho a no ser puesto en ridículo. La escena fue muy desagradable, con intervención de la suegra y amenazas de divorcio. En suma, un mal momento, empeorado por la circunstancia de que la discusión fue cortada en seco debido a la llegada de unos muy distinguidos visitantes a quienes marido y mujer atendieron con encantadoras sonrisas y maneras tan finas que sólo ella, el alma de don Damián, apreciaba en todo su real valor.


Estaba el alma allá arriba, en la lámpara, recordando tales cosas, cuando llegó a toda prisa un sacerdote. Nadie sabía por qué se presentaba tan a tiempo, puesto que todavía no acababa de salir el sol del todo y el sacerdote había sido visita durante la noche.


-Vine porque tenía el presentimiento; vine porque temía que don Damián diera su alma sin confesar.


A lo que la suegra del difunto, llena de desconfianza, preguntó: ¿Pero no confesó anoche, padre?


Aludía a que durante cerca de una hora el ministro del Señor había estado encerrado a solas con don Damián, y todos creían que el enfermo había confesado. Pero no había sucedido eso. Trepada en su lámpara, el alma sabía que no; y sabía también por qué había llegado el cura.


Aquella larga entrevista solitaria había tenido un tema más bien árido; pues el sacerdote proponía a don Damián que testara dejando una importante suma para el nuevo templo que se construía en la ciudad, y don Damián quería dejar más dinero del que se le solicitaba, pero destinado a un hospital.


No se entendieron y al llegar a su casa el padre notó que no llevaba consigo su reloj. Era prodigioso lo que le sucedía al alma, una vez libre, eso de poder saber cosas que no habían ocurrido en su presencia, así como adivinar lo que la gente pensaba e iba a hacer. El alma sabía que el cura se había dicho: “Recuerdo haber sacado el reloj en casa de don Damián para ver qué hora era; seguramente lo he dejado allá”. De manera que esa visita a hora tan extraordinaria nada tenía que ver con el reino de Dios.


-No, no confesó. No llegó a confesar anoche, y quedamos en que vendría hoy a primera hora para confesar y tal vez comulgar. He llegado tarde, y es gran lástima -dijo mientras movía el rostro hacia los rincones y las doradas mesillas, sin duda con la esperanza de ver el reloj en una de ellas.


La vieja criada, que tenía más de cuarenta años atendiendo a don Damián, levantó la cabeza y mostró dos ojos enrojecidos por el llanto.


-Después de todo no le hacía falta -aseguró-, que Dios me perdone. No necesitaba confesar porque tenía una bella alma, un alma muy bella tenía don Damián.


¡Diablos, eso sí era interesante! Jamás había pensado el alma de don Damián que fuera bella. Su amo hacía ciertas cosas raras, y como era un hermoso ejemplar de hombre rico y vestía a la perfección y manejaba con notable oportunidad su libreta de banco, el alma no había tenido tiempo de pensar en algunos aspectos que podían relacionarse con su propia belleza o con su posible fealdad.


Por ejemplo, recordaba que su amo le ordenaba sentirse bien cuando tras laboriosas entrevistas con el abogado don Damián hallaba la manera de quedarse con la casa de algún deudor -y a menudo ese deudor no tenía dónde ir a vivir después- o cuando a fuerza de piedras preciosas y de dinero- para los estudios, o para la salud de la madre enferma- garantizaban que una linda joven de los barrios obreros accedíera a visitar cierto lujoso departamento que tenía don Damián. ¿Pero era ella bella o era fea?


Desde que logró desasirse de las venas de su amo hasta que fue objeto de esa mención por parte de la criada, había pasado, según cálculo del alma, muy corto tiempo; y probablemente era mucho menos todavía de lo que ella pensaba. Todo sucedió muy de prisa y además de manera muy confusa. Ella sintió que se cocinaba dentro del cuerpo del enfermo y comprendió que la fiebre seguiría subiendo.


Antes de retirarse, mucho más allá de la medianoche, el médico lo había anunciado. Había dicho:Puede ser que la fiebre suba al amanecer; en ese caso hay que tener cuidado. Si ocurre algo llámenme.


¿Iba ella a permitir que se le horneara? Se hallaba con lo que podría denominarse su centro vital muy cerca de los intestinos de don Damián, y esos intestinos despedían fuego. Perecería como los animales horneados, lo cual no era de su agrado.


Pero en realidad, ¿cuánto tiempo había transcurrido desde que dejó el cuerpo de don Damián? Muy poco, puesto que todavía no se sentía libre del calor a pesar del ligero fresco que el día naciente esparcía y lanzaba sobre los cristales de Bohemia de que se hallaba sujeta. Pensaba que no había sido violento el cambio de clima entre las entrañas de su exdueño y la cristalería de la lámpara, gracias a lo cual no se había resfriado. Pero con o sin cambio violento, ¿qué había de las palabras de la criada? “Bella”, había dicho la anciana servidora.


La vieja sirvienta era una mujer veraz, que quería a su amo porque lo quería, no por su distinguida estampa ni porque él le hiciera regalos. Al alma no le pareció tan sincero lo que oyó a continuación.


- ¡Claro que era una bella alma la suya! -corroboraba el cura.


- Bella era poco, señor -aseguró la suegra.


El alma se volvió a mirar y vio cómo, mientras hablaba, la señora se dirigía a su hija con los ojos. En tales ojos había a la vez una orden y una imprecación. Parecían decir: “Rompe a llorar ahora mismo, idiota, no vaya a ser que el señor cura se dé cuenta de que te ha alegrado la muerte de este miserable”. La hija comprendió en el acto el mudo y colérico lenguaje, pues a seguidas prorrumpió en dolorosas lamentaciones: ¡Jamás, jamás hubo alma más bella que la suya! ¡Ay, Damián mío, Damián mío, luz de mi vida!


El alma no pudo más; estaba sacudida por la curiosidad y por el asco; quería asegurarse sin perder un segundo de que era bella y quería alejarse de un lugar donde cada quien trataba de engañar a los demás. Curiosa y asqueada, pues, se lanzó desde la lámpara en dirección hacia el baño, cuyas paredes estaban cubiertas por grandes espejos.


Calculó bien la distancia para caer sobre la alfombra, a fin de no hacer ruido. Además de ignorar que la gente no podía verla, el alma ignoraba que ella no tenía peso. Sintió gran alivio cuando advirtió que pasaba inadvertida, y corrió, desolada, a colocarse frente a los espejos.


¿Pero qué estaba sucediendo, gran Dios? En primer lugar, ella se había acostumbrado durante más de sesenta años a mirar a través de los ojos de don Damián; y esos ojos estaban altos, a un metro y setenta centímetros sobre el suelo; estaba acostumbrada, además, al rostro vivaz de su amo, a sus ojos claros, a su pelo brillante de tonos grises, a la arrogancia con que alzaba el pecho y levantaba la cabeza, a las costosas telas con que se vestía. Y lo que veía ahora ante sí no era nada de eso, sino una extraña figura de acaso un pie de altura, blanduzca, parda, sin contornos definidos.


En primer lugar, no se parecía a nada conocido, pues lo que debían ser dos pies y dos piernas, según fue siempre cuando se hallaba en el cuerpo de don Damián, era un monstruoso y, sin embargo, pequeño racimo de tentáculos como los del pulpo, pero sin regularidad, unos más cortos que otros, unos más delgados que los demás y todos ellos como hechos de humo sucio, de un indescriptible lodo impalpable, como si fueran transparentes y no lo fueran, sin fuerza, rastreros, que se doblaban con repugnante fealdad.


El alma de don Damián se sintió perdida. Sin embargo, sacó coraje para mirar más hacia arriba. No tenía cintura. En realidad, no tenía cuerpo ni cuello ni nada, sino que de donde se reunían los tentáculos salía por un lado una especie de oreja caída, algo así como una corteza rugosa y purulenta, y del otro un montón de pelos sin color, ásperos, unos retorcidos, otros derechos.


Pero no era eso lo peor, y ni siquiera la extraña luz grisácea y amarillenta que la envolvía, sino que su boca era un agujero informe, a la vez como de ratón y de hoyo irregular en una fruta podrida, algo horrible, nauseabundo, verdaderamente asqueroso, ¡y en el fondo de ese hoyo brillaba un ojo, su único ojo, con reflejos oscuros y expresión de terror y perfidia!


¿Cómo explicarse que todavía siguieran esas mujeres y el cura asegurando allí, en la habitación de al lado, junto al lecho donde yacía don Damián, que la suya había sido una alma bella?


- ¿Salir, salir a la calle yo así, con este aspecto, para que me vea la gente? -se preguntaba en lo que creía toda su voz, ignorante aún de que era invisible e inaudible. Estaba perdida en un negro túnel de confusión. ¿Qué haría, qué destino tomaría?


Sonó el timbre. A seguidas la enfermera dijo: Es el médico, señora. Voy a abrirle.


A tales palabras la esposa de don Damián comenzó a aullar de nuevo, invocando a su muerto marido y quejándose de la soledad en que la dejaba.


Paralizada ante su propia imagen el alma comprendió que estaba perdida. Se había acostumbrado a su refugio, al alto cuerpo de don Damián; se había acostumbrado incluso al insufrible olor de sus intestinos, al ardor de su estómago, a las molestias de sus resfriados. Entonces oyó el saludo del médico y la voz de la suegra que declamaba: ¡Ay, doctor, qué desgracia, doctor, qué desgracia!


-Cálmese, señora, cálmese -respondía el médico.


El alma se asomó a la habitación del difunto. Allí, alrededor de la cama se amontonaban las mujeres; de pie en el extremo opuesto a la cabecera, con un libro abierto, el cura comenzaba a rezar. El alma midió la distancia y saltó. Saltó con facilidad que ella misma no creía tener, como si hubiera sido de aire o un extraño animal capaz de moverse sin hacer ruido y sin ser visto.


Don Damián conservaba todavía la boca ligeramente abierta. La boca estaba como hielo, pero no importaba. Por allá entró raudamente el alma y a seguidas se coló laringe abajo y comenzó a meter sus tentáculos en el cuerpo, atravesando las paredes interiores sin dificultad alguna. Estaba acomodándose cuando oyó hablar al médico.


-Un momento, señora, por favor -dijo.


El alma podía ver al doctor, aunque de manera muy imprecisa. El médico se acercó al cuerpo de don Damián, le tomó una muñeca, pareció azorarse, pegó el rostro al pecho y lo dejó descansar ahí un momento. Después, despaciosamente, abrió su maletín y sacó un estetoscopio; con todo cuidado se lo colocó en ambas orejas y luego pegó el extremo suelto sobre el lugar donde debía estar el corazón.


Volvió a poner expresión azorada; removió el maletín y extrajo de él una jeringa hipodérmica. Con aspecto de prestidigitador que prepara un número sensacional, dijo a la enfermera que llenara la jeringa mientras él iba amarrando un pequeño tubo de goma sobre el codo de don Damián. Al parecer, tantos preparativos alarmaron a la vieja criada.


-¿Pero para qué va a hacerle eso, si ya está muerto el pobre? -preguntó.


El médico la miró de hito en hito con aire de gran señor; y he aquí lo que dijo, si bien no para que le oyera ella, sino para que le oyeran sobre todo la esposa y la suegra de don Damián:

Señora, la ciencia es la ciencia, y mi deber es hacer cuanto esté a mi alcance para volver a la vida a don Damián. Almas tan bellas como la suya no se ven a diario y no es posible dejarle morir sin probar hasta la última posibilidad.


Este breve discurso, dicho con noble calma, alarmó a la esposa. Fue fácil notar en sus ojos un brillo duro y en su voz cierto extraño temblor.


-¿Pero no está muerto? -preguntó.


El alma estaba ya metida del todo y sólo tres tentáculos buscaban todavía, al tacto, las venas en que habían estado años y años. La atención que ponía en situar esos tentáculos donde debían estar no le impidió, sin embargo, advertir el acento de intriga con que la mujer hizo la pregunta.


El médico no respondió. Tomó el antebrazo de don Damián y comenzó a pasar una mano por él. A ese tiempo el alma iba sintiendo que el calor de la vida iba rodeándola, penetrándola, llenando las viejas arterias que ella había abandonado para no calcinarse.


Entonces, casi simultáneamente con el nacimiento de ese calor, el médico metió la aguja en la vena del brazo, soltó el ligamento de encima del codo y comenzó a empujar el émbolo de la jeringuilla. Poco a poco, en diminutas oleadas, el calor de la vida fue ascendiendo a la piel de don Damián.


-¡Milagro, Señor, milagro! -barbotó el cura.


Súbitamente, presenciando aquella resurrección, el sacerdote palideció y dio rienda suelta a su imaginación. La contribución para el templo estaba segura, ¿pues cómo podría don Damián negarle su ayuda una vez que él le refiriera, en los días de convalecencia, ¿cómo le había visto volver a la vida segundos después de haber rogado pidiendo por ese milagro? “El Señor atendió a mis ruegos y lo sacó de la tumba, don Damián”, diría él.


Súbitamente también la esposa sintió que su cerebro quedaba en blanco. Miraba con ansiedad el rostro de su marido y se volvía hacia la madre. Una y otra se hallaban desconcertadas, mudas, casi aterradas.


Pero el médico sonreía. Se hallaba muy satisfecho, aunque trataba de no dejarlo ver.

Ay, si se ha salvado, gracias a Dios y a usted! -gritó de pronto la criada, los ojos cargados de lágrimas de emoción, tomando las manos del médico-. ¡Se ha salvado, está resucitado! ¡Ay, don Damián no va a tener con qué pagarle, señor! -aseguraba.


Y cabalmente en eso estaba pensando el médico, en que don Damián tenía de sobra con qué pagarle. Pero dijo otra cosa. Dijo: Aunque no tuviera con qué pagarme lo hubiera hecho, porque era mi deber salvar para la sociedad un alma tan bella como la suya.


Estaba contestándole a la criada, pero en realidad hablaba para que le oyeran los demás; sobre todo para que le repitieran esas palabras al enfermo unos días más tarde, cuando estuviera en condiciones de firmar.


Cansada de oír tantas mentiras el alma de don Damián resolvió dormir. Un segundo después don Damián se quejó, aunque muy débilmente, y movió la cabeza en la almohada.


-Ahora dormirá varias horas -explicó el médico- y nadie debe molestarlo.


Diciendo lo cual dio el ejemplo, y salió de la habitación en puntillas.


FIN

Comentarios


Este cuento me recuerda a aquellos hombres ricos que, en busca de su propio interés, no solo han acumulado poder a expensas de otros, pero han logrado rodearse de un montón de parásitos y al mismo tiempo conseguir el amor o la lealtad de los más pobres. Es por eso que hoy no hablaremos del autor del cuento, Juan Bosch, ni analizaremos los diferentes aspectos sociales de la historia, por el contrario, hablaremos de dictadores, en particular del militar y político dominicano Rafael Leonidas Trujillo Molina.


Trujillo también conocido como “El Jefe” o “El Benefactor” inició su gobierno en 1930 y continuó hasta su asesinato en 1961. De forma directa Trujillo gobernó La República Dominicana desde 1930 hasta 1938 y de nuevo de 1942 a 1952. Y gobernó de forma indirecta entre los periodos de gobierno directo hasta el 61. Es decir que cuando no era cabeza de estado, tenía a una marioneta que le hacía los mandados.


Trujillo al igual que Don Damian, el personaje de la historia fue amado por algunos, odiado por otros y temido por muchos.


El régimen de Trujillo no se basó puramente en la represión sin embargo con el tiempo eso fue lo que acabó haciendo. Trujillo ideológicamente se mostraba como aquel que había forjado la nación dominicana, el constructor del Estado y el defensor de los intereses económicos de la nación. Pero eso es exactamente lo que muchos dictadores hacen. Si bien es cierto que con él, el país tuvo por primera vez el periodo más largo en su historia donde no fueron atacados u ocupados por otro país, como lo habían sido en el pasado por España, Estados Unidos y Haití.


Trujillo construyó sobre la antipatía hacia Haití un nacionalismo que apelaba a las tradiciones hispanas y a los valores católicos. ¿Quizá para algunos esto suena familiar, la estrategia de que de la noche a mañana convertimos a los acérrimos enemigos de toda una vida en buenos amigos y a los vecinos de toda la vida en el foco del odio?


En los 30, especialmente Trujillo artículó una visión de disciplina, trabajo, paz, orden y progreso. Con el tiempo estos valores acabaron haciendo parte de una gran escala de obras públicas, proyectos de construcción especialmente mientras la nación salía de la gran depresión de los años 30. Y esto en un particular le hizo ganar el respeto de gran parte de la población.


Igualmente ganó el apoyo al presentarse como un mesías. La cual es una táctica usada por la mayoría de los dictadores. Normalmente apelan a la nostalgia sobre el pasado donde todavía fue maravilloso o mejor.


Al tiempo que Trujillo apelaba al nacionalismo, el dictador operaba su propia agenda en la cual estaba acumulando más riquezas. Por ejemplo, Trujillo terminó la administración de las aduanas de los Estados Unidos en la República Dominicana en 1941. En 1947 logró el pago de la deuda externa que debía haber sido pagada 1942. Igualmente reemplazó el dólar e introdujo una moneda nacional. Pero al tiempo que demostraba tanta efectividad por el otro lado estaba amasando una gran fortuna.


Eventualmente Trujillo se convirtió en la única fuerza dominante en el país, combinando abusos de poder, amenazas y corrupción. Sus primeras maquinaciones tuvieron que ver con la creación de monopolios comerciales. A través de los años forzó a los dueños de varias industrias a que le dejaran comprar acciones mientras que se beneficiaba de las comisiones de contratos de construcción pública.


Para 1961, cuando Trujillo es asesinado, el dictador controlaba cerca del 80% de la producción industrial nacional. Igualmente, el 60% de la fuerza laboral dominicana dependía de él. Solamente la Iglesia Católica retuvo cierto grado de autonomía, favor que le regresaron al mantenerse leales al dictador casi hasta el final.


Uno de los pasatiempos favoritos del dictador, era humillar a aquellos que anteriormente habían disfrutado de un cierto prestigio social o de un cierto flujo económico. Por supuesto que ningún estas personas le gustó lo que él estaba haciendo, pero se tuvieron que conformar. Solamente fue hacia los últimos años del poder de Trujillo que comenzó a surgir una cierta oposición entre las élites.


Mientras tanto su partido político se había extendido a las ciudades y localidades rurales como los tentáculos de un pulpo, manteniéndolo informado de lo que sucedía de las necesidades del pueblo y de las potenciales amenazas a su régimen.


Trujillo empleó las relaciones públicas de diferentes firmas y cultivó los contactos militares y políticos con los Estados Unidos, lo cual le ayudó a mejorar su reputación. Era algo así como decir que todo el mundo lo quería. Al mismo tiempo creaba conspiraciones, intrigaba y desataba violencia dentro y afuera de las fronteras dominicanas.


En un gesto de liberación en agosto de 1960, Trujillo removió a su hermano de la presidencia y lo reemplazó con el vicepresidente Joaquín Balaguer. Sin embargo esto no le sirvió de mucho, ya que la oposición continuó creciendo, la iglesia se distanció y los mismos Estados Unidos decidieron distanciarse después de ser testigos de la revolución cubana.


Finalmente, aquellos que habían apoyado el régimen por mucho tiempo, conspiraron para asesinar a Trujillo el 30 de mayo de 1961. Y lo que pasó después de eso es otro cuento. Mientras tanto para concluir el programa los voy a dejar con un poema de Pablo Neruda dedicado a los dictadores.


Ha quedado un olor entre los cañaverales;

una mezcla de sangre y cuerpo, un penetrante

pétalo nauseabundo.

Entre los cocoteros las tumbas están llenas

de huesos demolidos, de estertores callados.

El delicado sátrapa conversa

con copas, cuellos y cordones de oro.

El pequeño palacio brilla como un reloj

y las rápidas risas enguantadas

atraviesan a veces los pasillos

y se reúnen a las voces muertas

y a las bocas azules frescamente enterradas.

El llanto está escondido como una planta

cuya semilla cae sin cesar sobre el suelo

y hace crecer sin luz sus grandes hojas ciegas.

El odio se ha formado escama a escama,

golpe a golpe, en el agua terrible del pantano,

con un hocico lleno de légamo y silencio.

Y eso es todo por hoy. Tres Cuentos les dice que imaginen por un momento que pueden ver su alma reflejada en un espejo. Estoy segura de que aún tienen tiempo para mejorarla.


En el siguiente episodio de Autores Latinoamericanos – conoceremos a unos gnomos muy contrariados al saber que los seres humanos han osado falsificar la preciosa piedra de rubí, la cual es el orgullo de estos seres subterráneos. Si, señores y señoras, en nuestro siguiente episodio tendremos el inigualable Rubén Darío. Y por supuesto continuaremos dándole una revisada a la política de nuestros países, en particular de Centro América.


Hasta el siguiente cuento, adiós.


Créditos Musicales

Camaguey – Silent Partner

Far the Days Come – Letter Box

Ether Oar – The Whole Other

Dark Toys – SYBS

Doll Dancing – Puddle of Infinity

Fear the Wind – Sir Cubworth

Inexorable –by Kevin MacLeod is licensed under a Creative Commons Attribution license (https://creativecommons.org/licenses/by/4.0/)

Thinking Back – Max Surla – Media Right Productions

Upside Down – Text Me Records

Hitchcockian - Sir Cubworth

Aletheia Unforgottening – Devon Church

ChaCha Fontanez – Jimmy Fontannez, Media Right Productions

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